Decepción ante las previsiones excesivamente optimistas

Arthur C. Clarke
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El futuro es impredecible. La revolución informática que comenzó en los años 80 con el auge del ordenador personal, siguió en los 90 con la expansión mundial de Internet, y continuó en la primera década de este siglo con los teléfonos móviles inteligentes, cogió por sorpresa a casi todos los futurólogos. Hace medio siglo, todos predecían que en el futuro los ordenadores serían cada vez más grandes. En realidad, se hicieron cada vez más pequeños. En 1965, algo parecido a Internet parecía una predicción para finales del siglo XXI (véase el cuento de Arthur C. Clarke, Dial F for Frankenstein). Mirando hacia el pasado, muchos de los avances científicos del siglo XX fueron sorprendentes. ¿Por qué entonces nos empeñamos en hacer predicciones, si luego no se cumplen?
El número de marzo de 2016 de la revista Investigación y Ciencia contiene un artículo titulado Neurociencia: cómo evitar el desengaño, del catedrático de Valladolid Alfredo Marcos, en el que revisa algunas de las predicciones modernas de los investigadores sobre el cerebro humano, que considera demasiado optimistas. Si estas previsiones no se cumplen, como es de esperar, la decepción de la opinión pública y los gobiernos que patrocinan y financian estos esfuerzos científicos podría dar lugar a una ola de excesivo escepticismo. Veamos algunas de sus palabras:
Por mucho que aprendamos sobre el cerebro, no esperemos que nos brinde la curación inmediata de todos nuestros males médicos y sociales, desde el alzhéimer hasta la violencia, ni mucho menos las claves de la existencia humana.

El número de oro

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Los griegos conocían desde la antigüedad la llamada sección áurea de un segmento, que no es otra cosa que su división en dos partes, de tal manera que la más larga sea a la más corta, como el segmento total es a la más larga. Consideremos, por ejemplo, el segmento AB. Su división áurea vendrá dada por el punto X si se verifica que AX/XB = AB/AX.
 
A        X     B
Leonardo: el hombre de Vitruvio
Para los griegos, y para muchos de los grandes pintores, la sección áurea o sección de oro divide a un segmento en la forma estéticamente más atractiva. El matemático italiano Lucas Paccioli, que la llamaba la divina proporción, tuvo mucha influencia sobre Leonardo da Vinci y Alberto Durero. En el siglo XX, pintores neo-impresionistas como Seurat han utilizado la sección áurea para definir las dimensiones de algunas de sus composiciones. Arquitectos como le Corbusier utilizaron el número áureo al diseñar sus obras. Y muchos libros publicados en los siglos XVI a XVIII tenían las dimensiones de un rectángulo áureo. El número áureo ha sido utilizado también por músicos como Erik Satie y Debussy, y ha proporcionado materia de reflexión a algunos místicos.
La sección áurea tiene propiedades curiosas. Por ejemplo, se puede construir un rectángulo áureo cuyas dimensiones estén en la proporción áurea (la altura es la sección áurea de la base). Si se le quita a este rectángulo el cuadrado cuyo lado es igual a su altura, el rectángulo que queda, más pequeño, también es áureo. Este efecto puede repetirse indefinidamente a partir del nuevo rectángulo obtenido.

El dios de los huecos

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En 1977 Pergamon Press publicó un libro muy curioso titulado La enciclopedia de la ignorancia, que intentaba reunir, en forma de colección de artículos escritos por especialistas en las distintas áreas, la mayor parte de los problemas aún sin resolver (por entonces) en campos como la cosmología, la astronomía, la física de partículas, las matemáticas, la evolución, la ecología, el desarrollo de los organismos, la medicina y la sociología. Algunos de esos problemas siguen sin haber sido resueltos casi 40 años después, otros parecen haber entrado en vías de solución, como el misterio de los neutrinos desaparecidos en la radiación solar, que mencioné en el artículo anterior, lo que ha dado lugar a la aparición de nuevos problemas, como suele ocurrir frecuentemente en la ciencia.
Desde el siglo XIX, una de las acusaciones típicas de los ateos contra los creyentes ha sido la de recurrir al dios de los huecos, o sea, utilizar a Dios para explicar las cosas que aún desconocemos sobre la estructura del mundo. Aún estamos muy lejos de saberlo todo, porque la ciencia es (y probablemente siempre será) incompleta, siempre quedarán misterios. Pues bien, se acusa a los creyentes de apoyarse precisamente en los misterios (los huecos de la ciencia) para justificar la existencia de Dios. Según ese punto de vista, Dios no sería más que un tapa-agujeros, el deus ex machina de la tramoya greco-romana, que venía a resolver los problemas insolubles en que el dramaturgo había enredado a sus personajes. A medida que avance la ciencia, los agujeros irán llenándose y la necesidad de recurrir a Dios disminuirá.

La teoría del todo

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En la novela de ciencia-ficción de Joe Dacy, Esquelle and the lost enclave (2015), del género de hard science fiction (ciencia-ficción difícil), que combina hábilmente con los géneros de espionaje, aventura y política-ficción, abarca 1500 años de la historia futura de la humanidad e incluye viajes en el tiempo y manipulación del pasado, se dice lo siguiente:

En este momento, la Teoría del Todo es en realidad la Teoría de la Poca Cosa.

¿Tiene razón Joe Dacy? ¿Creemos que sabemos mucho, pero sabemos muy poco? ¿Qué es esa Teoría del Todo, que tiene un nombre tan rimbombante?
Se trata de un nombre inventado por algunos físicos y jaleado por la prensa, en la misma línea que el nombre de la partícula de Dios, aplicada al bosón de Higgs, que posiblemente se descubrió en 2012, y digo posiblemente porque, aunque la partícula descubierta tenía la masa prevista y se descompuso en algunas de las partículas previstas (no todas), aún no se ha demostrado que el campo de Higgs exista.
Lo que se quiere dar a entender con el nombre de Teoría del Todo es que ya lo sabemos todo sobre los fundamentos físicos de la materia, que no necesitamos a Dios.