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En un artículo anterior sobre el fraude científico mencioné una de sus consecuencias morales: el problema de la presunción de inocencia, en relación con el caso que afectó al premio Nobel David Baltimore y a su colaboradora Thereza Imanishi-Kari, que durante diez años tuvo que luchar contra una acusación de fraude que finalmente resultó infundada.
En un artículo anterior sobre el fraude científico mencioné una de sus consecuencias morales: el problema de la presunción de inocencia, en relación con el caso que afectó al premio Nobel David Baltimore y a su colaboradora Thereza Imanishi-Kari, que durante diez años tuvo que luchar contra una acusación de fraude que finalmente resultó infundada.
También pueden presentarse problemas éticos
cuando se descubre que el fraude científico sí ha tenido lugar. La novela
policíaca Gaudy
night (1936) de Dorothy L. Sayers, traducida al castellano como Los secretos de
Oxford, plantea un ejemplo concreto. Cuando está a punto de
presentar su tesis, un investigador descubre un documento poco conocido que la
echa por tierra. La tentación es demasiado fuerte: el investigador hace
desaparecer el documento y sigue adelante con su tesis. Desgraciadamente para
él, uno de los miembros del tribunal conocía el documento, y al ir a
consultarlo descubre que ha desaparecido y quién fue el último que lo consultó.
El fraude queda, pues, al descubierto, la tesis es rechazada, el caso se hace
público y el investigador es despedido con pronunciamientos desfavorables, lo
que le obliga a abandonar la carrera investigadora. Como tiene que mantener una
familia, tiene que aceptar un trabajo por debajo de su capacidad y termina
suicidándose.